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En varios de los comentarios al post sobre las secuelas cerebrales de las cesáreas programadas me tacharon de alarmista. Por si acaso tuvieran razón voy a intentar explicar un poco mejor a que me refiero. Lo primero es aclarar que soy psiquiatra infantil y que uno de mis principales hobbies, por extraño que parezca, es intentar comprender como funciona la química de nuestro cerebro. Llevo ya años estudiando, leyendo e investigando sobre el tema, y más en concreto sobre la neurobiología del apego. Una de las cosas que me ha sorprendido en todo este tiempo es la nula atención que ha recibido el cerebro en el parto. Es decir, muchas de las intervenciones que se realizan en el parto se hacen en teoría para prevenir o evitar que al cerebro del bebé le falte oxígeno, porque se sabe esa falta de oxígeno (hipoxia) en el parto puede dejar secuelas neurológicas de por vida. Así que muchas cesáreas se hacen ante la más mínima sospecha de «riesgo de pérdida de bienestar fetal» o «sufrimiento fetal«. Además se ha extendido la idea (errónea) de que las cesáreas son «más seguras para el bebé» y de que los bebés nacidos por cesárea «sufren menos y salen más guapos«. Pero no voy a dedicar esta entrada a hablar de la medicalización del parto sino al cerebro en el parto. El parto se ha estudiado desde muchas perspectivas, pero que sucede en el cerebro, o mejor dicho en los cerebros: el de la madre y el del bebé, durante el parto ha recibido mucha menos atención. Por lo que voy aprendiendo (juntando piezas de aquí y allá, como quien hace un puzle no de mil sino de infinitas piezas) durante el parto suceden muchísimas cosas en ambos cerebros, procesos importantes e irrepetibles.
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